jueves, abril 07, 2005

Adiós, Santidad

Aunque me esté mal el reconocerlo como católico, he aprendido más sobre Juan Pablo II en esta última semana que en toda una vida de cristiano practicante o aproximadamente practicante. Y aunque en vida del papa me he sentido en muchas cuestiones parcial o completamente en disidencia, me es imposible ignorar el hecho de que ante su muerte las cosas se han encajado de una manera inesperada para mí. Quizás porque la muerte y la ausencia relativizan las sombras y engrandecen las luces, el caso es que me he sorprendido a mí mismo sintiendo que algo mío ha muerto con Karol Wojtyla; que este papa, después de todo, era "mi" papa. Porque con todos sus defectos y contradicciones, esta Iglesia es mi Iglesia, independientemente de que no comulgue con algunos de sus dogmas o muchas de sus decisiones temporales.

No debo andar demasiado descaminado teniendo en cuenta que hay muchos millones de católicos y no católicos que sienten algo parecido. Podemos achacárselo a la proyección mediática de Juan Pablo II, al "merchandising" vaticano o al Espíritu Santo. Sin embargo, detecto que por debajo de todo eso subyace una verdad más elemental que no sabría explicar del todo y que atribuyo a raíces más profundas y menos pragmáticas.

He leído todo lo que ha caído en mis manos estos días sobre la vida y milagros del papa Wojtyla, inclusive opiniones terriblemente críticas, como la de Hans Küng o Leonardo Boff. Es evidente que entre el papa muerto y los teólogos de la liberación hubo un muro de incomprensión y que como católico de a pie no sabría bien con qué carta quedarme. En cualquier caso, no es más que la enésima demostración de que eso que llamamos Iglesia no es el bloque monolítico que sus enemigos le atribuyen.

No sé si Juan Pablo II es el gran pacificador, la personalidad más importante de la segunda mitad del siglo XX y el líder espiritual más respetado del orbe o por el contrario el dictador retrógrado de mano férrea rodeado de Opus, corresponsable del SIDA en África y alejado del progreso social. Sin embargo, creo que no se le puede negar una coherencia radical en su devenir vital, para lo bueno y para lo malo. Y tampoco olvidar que la labor de la Iglesia, por mucho que lo exijan sus detractores y todos aquellos a los que la doctrina cristiana se la trae al fresco, no es acomodarse a los tiempos ni correr tras las modas. El deber de la Iglesia es salvaguardar una doctrina que tiene dos mil años y hacerlo en el modo en que crea más fiel a ese mensaje. Los tiempos viajan en avión y cambian deprisa, la Iglesia camina a pie y debe tantear muy bien el terreno que pisa. Puede que no siempre diga lo que queremos oír, puede que esté muchas veces equivocada, pero cumple con su obligación cuando sirve de contrapeso con el Evangelio en la mano. En la conciencia de cada creyente está el juzgar rectamente y decidir en consecuencia.
Como cristiano creo que Juan Pablo II sigue vivo en el sentido literal de la palabra. Y espero que Dios - al que no veo pero en el que confío - haga lo que esté en su mano para que el papa que haya de venir sea el adecuado para los tiempos que corren. No para adaptarse a ellos, sino para mejorarlos.

Descansa en paz, Karol.