jueves, octubre 07, 2010

Menos era más (internet killed the radio star)

Mi primer contacto intencionado con la música fueron "Los 40 principales". Aunque resulte difícil de creer, allá por los primeros ochenta lo mismo sonaba Mike Oldfield que AC/DC, Deep Purple, Madonna o Bowie. Otros tiempos. Mejores. Dado que estaba corto de pelas como tierno infante que era, me compraba cintas vírgenes y grababa las canciones que me gustaban. Esto implicaba escucha activa para cazar el tema y habilidad para tratar de cortar en lo posible la voz de la locutora al principio y al final. Salían unas cintas un tanto extrañas, con Yazoo al principio, Quiet Riot en el medio y Luis Cobos por la otra cara, pero a mí me gustaban.

Luego vinieron los vinilos y los casettes originales. Una vez más, el limitado presupuesto obligaba a escoger con cuidado. Mi primer disco de música pop fue "Dónde está el país de las hadas" de Mecano, que sigue pareciéndome bueno a pesar del tiempo transcurrido. Fue el primero de muchos al correr de los años. Tenía el atractivo de lo selecto: esperar que saliera el disco ansiado, ir a comprarlo después de ahorrar y escucharlo hasta gastarlo. Para mi gran suerte, me gustaba cada vez más la música de los 60-70, así que empecé a descubrir la de joyas baratas que podían conseguirse en las gasolineras y en bares de pueblo, escondidas entre discos de Los Chichos y Valderrama.

Años después vinieron los CD's. La panacea melómana: no se rayaban y no tenían ruido de fondo. Para entonces ya disponía de más billetes en el bolsillo y las compras eran más regulares y más abundantes. Ibas a Sevilla Rock y volvías con dos o tres bolsas y una gran sonrisa. Sí, de vez en cuando te llevabas algún chasco y el CD de Ted Nugent que te habías comprado al bulto resultaba ser un asco. Pero era parte del juego.

Entonces irrumpió la informática y lo que parecía una mejora resultó a la larga no serlo. Primero estaba aquello de ripear tu música y tenerla en el ordenador. Mucho mejor que tener que ir a la estantería y escoger. Sin embargo, por alguna extraña razón, las bibliotecas en el ordenador funcionan de otra manera. La vista salta por encima de los títulos, tiendes a picotear de aquí y allá, no te paras a escuchar un disco concreto. Debe de tener alguna explicación psicológica.

Luego llegó internet. Y resultaba que se podía conseguir música sin pagar. Hum. Para entonces, ya tenía casi todos los discos de los grupos clásicos que me interesaban, pero encontré más. Y éste de la música en la red es un fenómeno en sí mismo. Empiezas a escuchar música con una cierta compulsión. Encuentras cosas nuevas, sí. No ya la que te ofrece la radio o la que conoces tú o tus colegas, sino la que cita cualquier noticia en un periódico, o recomienda alguien en un blog o en un foro. Unas cosas llevan a otras. Algunas las bajas y las borras. Otras te gustan y las conservas, aunque llegas a olvidar que las tienes. Si encima resulta que tienes una mentalidad informática como la mía (o bibliotecaria), te encuentras que cada disco que te compras o te descargas implica una larga serie de decisiones: conservarlo o no en el ordenador, y en caso afirmativo, ripearlo (si procede), normalizar el volumen, etiquetarlo, meterlo en un directorio e importarlo en los programas reproductores que utilices. Por supuesto, si tienes iPOD o similar, también hay que sincronizarlo. Al final, cada vez más burocracia y cada vez menos escucha relajada.

Para terminar, aparece en mi vida recientemente Spotify. Para poder escucharlo en mi móvil me suscribo a la versión Premium. Y claro, deja de tener sentido clasificar, tengo a mi disposición la discoteca universal. Esa parte es la buena. Sin embargo, dado que la música la tienes en internet, cada vez que quieres escuchar algo tienes que buscarlo. Sí, puedes hacerte tus listas, pero ¡oh, sorpresa!, o las mantienes limitadas y acabas escuchando lo mismo una y otra vez o las dejas que aumenten, y te encuentras otra vez con el problema de la biblioteca picoteada. Por el contrario, si te abandonas a la búsqueda sin más, te ves pensando qué quieres escuchar cada vez que enciendes el chisme. Saltas de un artista a otro. Rara vez escuchas los discos completos porque quieres probar otros. Y el ciclo se realimenta.

En resumidas cuentas: el efecto de tanta tecnología, paradójicamente, es pernicioso. Al menos, en mi caso. Lo llamaría el síndrome del niño con muchos juguetes o el del que come todos los días en restaurantes caros con cartas larguísimas y echa de menos el cocido de su madre. Es cierto que parte del problema es que los oídos ya no son vírgenes, ya nunca más podrás escuchar "Made in Japan" o la novena de Beethoven como la primera vez. Pero lo cierto es que no he encontrado nada que sustituya la sensación de sacar un disco de vinilo de su funda y ponerlo en el equipo del salón. Aunque tenga polvo (el disco).

Después de todo, menos era más. O me estoy haciendo viejo.

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