miércoles, diciembre 19, 2007

"A vueltas con el informe PISA". Ricardo Moreno Castillo

Ricardo Moreno es catedrático del Instituto Gregorio Marañón y autor del "Panfleto antipedagógico"

En cierta ocasión, discutiendo con un cura, me dijo que era injusto acusar a la Iglesia de estar obsesionada con el sexo. ¿En qué se fundamentaba tal acusación? ¿Existían estadísticas fiables sobre cuántas homilías hablaban de sexo? ¿Se habían hecho porcentajes sobre el número de veces en las que el sexo es citado en documentos pastorales? Le contesté que no sabía de ningún estudio de este género, pero que me bastaba con bucear en mi memoria y cotejar mis recuerdos con los de cualquiera de mis conocidos educados en el catolicismo para sostener que la Iglesia está, efectivamente, obsesionada con el sexo. Cortó secamente la conversación asegurando que mis afirmaciones carecían de rigor.
Igual que el susodicho cura, hay mucha gente incapaz de ver la realidad cuando la tiene delante, y sólo la acepta cuando está traducida a gráficos y porcentajes. Suelen ser personas que tienen, además de pocas luces, una muy escasa formación científica, y conceden a la estadística una mayor credibilidad de la que le dan los matemáticos. Parecen desconocer cómo está la educación en España hasta que se hace público un informe sobre el lugar que ocupa entre los países que nos son más próximos, y cuantos puntos han retrocedido nuestros alumnos en comprensión lectora o en cálculo desde el informe anterior. ¿Hacían falta esos datos para reconocer un hecho que puede ver cualquiera? Hay alumnos que llegan al bachillerato (que, no lo olvidemos, se comienza a los dieciséis años) incapaces de operar con decimales, ignorando cosas muy elementales de geometría y, en algunos casos, sin saber la tabla de multiplicar. En muchas facultades de física, matemáticas e ingeniería ha sido necesario implantar un “curso cero”, que se imparte a lo largo del mes de septiembre, donde se enseñan cosas que antes sabía un estudiante corriente de trece o catorce años. Y la necesidad de este curso no se hizo patente hasta que llegaron los primeros alumnos procedentes de la reforma. Que el nivel de gamberrismo e indisciplina ha subido hasta cotas alarmantes es algo del dominio público, y del descenso del nivel de madurez de nuestros estudiantes hay pruebas cotidianas. No es insólito que un “niño” vaya con su mamá a matricularse a la facultad, y se han dado casos de alumnos universitarios que han ido a la revisión de notas acompañados de sus padres, a los cuales el profesor ha tenido que pedirles que salieran del despacho. Hasta ahora, las empresas preferían contratar a ingenieros jóvenes, para que se formaran en ellas desde el principio. Pues bien, conozco empresarios que, desde que llegaron las primeras generaciones de “ingenieros LOGSE”, prefieren contratar profesionales de más de treinta, procedentes del antiguo sistema. Porque si la formación del ingeniero ha de empezar por explicarle que a los clientes no se les recibe mascando chicle y con la gorra puesta, ya es partir desde muy abajo.
Cuando los hechos colisionan con las ideas, la humanidad se divide en dos partes. La de los tontos que niegan los hechos (amparándose a menudo en la ausencia de estudios y estadísticas) y la de los inteligentes que rectifican las ideas. Lamentablemente, nuestras autoridades académicas y los pedagogos que elaboraron la reforma están entre los primeros. Y cuando por fin aparecen los datos y los porcentajes que confirman lo que todo el mundo sabía, y les parece demasiado duro seguir negando los hechos, los mentores de nuestras leyes educativas escogen otro camino para eludir sus responsabilidades: atribuir el fracaso a factores circunstanciales (como los cambios sociales o a la presencia de emigrantes) y no a la propia perversidad del sistema. La estupidez y la mala fe no son incompatibles.
Pero los que así argumentan olvidan dos cosas muy esenciales. La primera, que existen institutos en los barrios y en los centros de las ciudades, institutos con emigrantes e institutos sin ellos, institutos rurales e institutos en pequeñas villas marineras. Por mucho que haya mejorado España en general los últimos treinta años, y esto nadie lo duda, los medios en el que están situados los centros de enseñanza pueden ser muy distintos, pero en todos ellos el nivel de conocimientos de los alumnos y el de convivencia bajó estrepitosamente en cuanto se implantó la reforma. Cuando una misma ley provoca efectos tan desastrosos en circunstancias sociales tan variadas, es razonable pensar que la culpa es de la ley, y no de las circunstancias sociales. La segunda, muy a menudo olvidada, es que la reforma no se implantó a la vez en todas partes, sino que durante varios años estuvieron coexistiendo ambos sistemas. Y ya comenzaron a sonar las primeras alarmas, porque se empezó a ver la diferencia entre los alumnos que habían estudiado en institutos donde se mantenía el viejo sistema y los que lo habían hecho en aquellos que habían implantado el nuevo, claramente favorable a los primeros. Y esta diferencia se podía constatar entre centros próximos entre sí, por lo cual las disparidades que pudiera haber entre los alumnos según su origen social eran irrelevantes.
Naturalmente, entre los cambios sociales está la presencia de inmigrantes en nuestras aulas, pero atribuir a esta circunstancia el deterioro de la educación en España es, además de una villanía, una afirmación muy peligrosa, porque es una manera como otra cualquiera de fomentar la xenofobia. Un inmigrante no es por sí mismo más o menos gamberro que un español, aunque si no se le educa y no se sanciona su mala conducta puede ser tan zafio como un español a quien no se le educa y no se sanciona su mala conducta. Es más, muchos estudiantes, procedentes de países con una escuela más tradicional (porque al ser países pobres, no tenían dinero para invertir en experimentos educativos delirantes) se escandalizan del poco respeto que los alumnos españoles tienen a sus profesores. Y la mayoría de los chicos sudamericanos llegan sabiendo dos cosas que ignoran gran parte de nuestros estudiantes: a pedir las cosas por favor, y la tabla de multiplicar.
Lo último que se ha escuchado para justificar nuestro fracaso educativo consiste en atribuir la ignorancia de nuestros estudiantes a la poca formación de sus padres. El argumento es sencillamente insostenible. Con el sistema anterior a la LOGSE (que, por supuesto, distaba mucho de la perfección) un estudiante medio terminaba la educación obligatoria a los catorce años sabiendo más que lo que sabe hoy un estudiante que acabe la enseñanza obligatoria a los dieciséis. En más tiempo se han conseguido peores resultados. ¿Estaban los padres de nuestros alumnos, antes de la implantación de la reforma, mejor preparados que los padres de ahora? Pero retrocedamos mucho más en el tiempo, cuando la enseñanza obligatoria sólo alcanzaba hasta los diez años. En escuelas unitarias, con un solo maestro para todos los niveles (y ahora se habla de “educación en la diversidad” como si fuera una gran novedad) aprendían los niños cosas como la tabla de multiplicar, el sistema métrico decimal, a escribir sin faltas de ortografía y otras cosas que hoy ignoran muchos de los estudiantes recién titulados de la ESO. ¿Eran sus padres más sabios que los de ahora? No, los padres de los alumnos de las escuelas rurales eran labradores, algunos de ellos analfabetos.
Más bien sucede lo contrario, quizás por primera vez en toda la historia, la generación de los padres (aún habiendo estado escolarizada menos años) está mejor preparada que la de los hijos. Pero todo vale, ignorar la realidad, negar los hechos, cualquier argumento por disparatado que sea, con tal de no reconocer lo que ya admite toda persona con sentido común: que la reforma educativa fue un disparate y que quienes la elaboraron son unos irresponsables. Y mientras esos irresponsables sigan poniendo su orgullo por encima de su país, la situación irá a peor y se seguirán malogrando generaciones y generaciones de estudiantes. El día que sean capaces de reconocer su error y la urgencia de rectificar, la cosa empezará a tener visos de solución.

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